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Entrada al convento
Por vez primera, Enrique entró en el recinto de Sancti Spiritu acompañado por el provincial de los Carmelitas del Desierto de Las Palmas. Los franciscanos lo acogieron bien y, roto de dolor, encontró -una vez más- sosiego en la oración.
«Viva Jesús. Muera el pecado. Vivir y morir abrasado, consumido en inmenso amor a Cristo»
Enrique de Ossó: Santos Ejercicios, enero 1896
Habitación donde se alojó Enrique
Enrique estuvo alojado en este lugar, separado de la clausura conventual, durante las casi cuatro semanas que estuvo con los franciscanos. En este tiempo escribió tres libritos: novena y triduo al Espíritu Santo, otro de la Purísima Concepción y otro del amor a Jesús sobre todas las cosas. Además de un Pequeño tratado de la vida mística, que no pudo terminar.
Allí escribió “Del Amor a Jesucristo”, sencilla síntesis de vida espiritual, que termina así:
«Nuestro corazón está creado para amar.
Así como el sol está creado para alumbrar
y el fuero para calentar,
así el corazón humano está creado para amar.
Sólo amando puede ser feliz.
El amor es nuestro peso, nuestro centro,
y siempre tiende a él, no lo puede evitar.
Dale riquezas, dale honores, dale gloria,
dale deleites a tu corazón…
Si no le das amor, siempre gemirá y será infeliz,
porque todas las cosas tienen su fin,
y sólo alcanzando este fin,
tiene paz y felicidad.
Y el fin de nuestro corazón es el amor,
amar y ser amado”
(Enrique de Ossó, después de sus últimos Ejercicios Espirituales en Sancti Spiritu, Enero de 1896. Publicación póstuma)
Escalera en la que murió
Esa aciaga noche del 27 de enero de 1896, Enrique se acostó y luego se desveló con un profundo dolor en el pecho. Quiso avisar a los hermanos. Subió a duras penas estas escaleras y golpeó la puerta. Cuando los franciscanos abrieron, lo encontraron en el suelo. Lo llevaron hasta su cama y constataron que había muerto.
«Mas serían sobre las once y media cuando los Padres, oyendo recios golpes en la puerta de la clausura, bajaron a abrir, conociendo con asombro que quien llamaba no era sino su respetable y venerado huésped D. Enrique, el cual, sintiéndose indudablemente herido de muerte, se había levantado de la cama envuelto en una manta, para llamar a los Religiosos. Al preguntarle éstos a nuestro amigo si se sentía enfermo, les contestó con un movimiento de cabeza que sí. Cogiéronle en sus brazos dos Religiosos para llevarle a la cama. Al llegar a ella, pareciéndole a uno de ellos que nuestro Director se hallaba en los últimos momentos, le dio la absolución sacramental. Aquella misma mañana había confesado. Apréciales en parte que su querido y venerado huésped estaba muerto, pero se resistían los Padres a creerlo, viendo la flexibilidad de sus miembros y suave paz de su rostro, por lo cual esperaron por espacio de dos horas a que recobrara los sentidos. Inútilmente lo esperaron. D. Enrique había muerto.»
(Juan B. Altés, amigo de Enrique de Ossó, Revista Teresiana, febrero 1896)
Autógrafo de San Enrique
La comunidad franciscana conocía a Enrique por sus escritos y hasta allí llegaron noticias de sus muchas obras apostólicas. Los días compartidos bastaron para marcar profundamente a cuantos le trataron por su piedad, sabiduría y celo apostólico. Tras su muerte, los franciscanos guardaron este escrito firmado por él durante sus ejercicios espirituales. Hoy puede contemplarse a pocos metros de la habitación que el Santo ocupó.
Cuadro de Enrique de Ossó en el lugar de su muerte
Enrique de Ossó, el niño determinado que caminó durante días buscando a su madre celestial. Enrique, el hombre que quería regenerar la sociedad con un ejército de maestras. Enrique, el sacerdote avanzado a su época e incomprendido. Enrique, el Santo.